lunes, 25 de febrero de 2008

El chambergo

Rara suerte la de quedar un apellido inmortalizado en una palabra de uso corriente. Así le sucedió, por ejemplo, al botánico Leonhard Fuchs (1501-66), cuyo recuerdo subsiste en la palabra fucsia. Un caso similar pero algo menos conocido es el del Frederick Duque de Schomberg (1615-1690), mariscal al servicio de Francia y uno de los militares más célebres de su época. Cuando el rey lo envió a ocupar Cataluña los españoles quedaron deslumbrados por el llamativo uniforme de sus hombres, que vestían a la moda del otro lado de los Pirineos, con enormes sombreros emplumados y casacas de amplísimas mangas. El mismo duque era un modelo de elegancia y pulcritud: hubo incluso quien glorificó sus bigotes en un poema. Pronto la moda se difundió con su nombre, que pronunciado a la española dio Schomberg > chamberg, y comenzaron a usarse casacas chambergas y sombreros chambergos. Tan polulares fueron estas ampulosas prendas que incluso un regimiento formado durante la minoría de edad de Carlos II fue denominado Regimiento de la Chamberga.

El chambergo de los mosqueteros

Por un capricho del destino el nombre del sombrero ha medrado en la América hispana, particularmente en la Argentina. Digo el nombre porque la prenda en sí ha conocido cambios que lo hacen irreconocible: el ala se ha acortado, y las plumas han volado desde hace mucho tiempo. Aún subsiste, sin embargo, la costumbre de sujetar un lado del ala a la copa mediante un broche (aunque se trata del ala delantera). El chambergo y su nombre siguen muy vivos entre los hombres de campo de la Argentina, aunque desde hace un siglo tiene un rival de fuste en la boina vasca, omnipresente en la campiña bonaerense.
Para una idea cabal de lo que se entiende por chambergo hoy en la Argentina puede echarse un vistazo a estas fotos.
Los literatos rioplatenses se han encargado de difundir y mantener vivo el recuerdo del chambergo. Borges, en especial, usa la voz chambergo para referirse a cualquier sombrero blando de ala más o menos ancha, sin distinción de época ni lugar. Al traducir el cuento Enoch Soames, de Max Beerbhom, elige chambergo para el soft black hat of clerical kind, but of Bohemian intention que viste el protagonista en el Londres de 1890.
En la ciudad hace muchas décadas que el sombrero se ha retirado, e incluso es difícil encontrar una rendija de sol. Los únicos sombreros que se ven en Buenos Aires son esos hermosos chambergos oscuros que usan los judíos ortodoxos; ayer precisamente me crucé con un muchachito de unos trece años que lo llevaba con la rara elegancia de una época olvidada.

¿Cuán viva está la palabra chambergo en España? Tal vez Eleder, que ha estado escribiendo sobre gorras y nombres, pueda decírnoslo. Al parecer, el término se usa hoy en el ámbito militar español para las gorras blandas con ala, pero sospecho que no es moneda demasiado corriente, y que su empleo literario está asociado a la evocación del pasado.

Así es que el Duque de Schomberg, tan renombrado en su época como desconocido en la nuestra, ha quedado varado en un rincón olvidado del planeta donde seguramente jamás pensó poner el pie: esa pampa ilimitada que aún surcan nobles y orgullosos jinetes de chambergo.

martes, 12 de febrero de 2008

Miniaturas

Lejos de mi hogar y mis afectos, recalé el sábado en un museo de arte donde se exponía una colección de retratos en miniatura cuya contemplación –pronto al lagrimón como estaba- me resultó conmovedora. Podía haber ido al cine a ver una película de emoción y misterio, pero opté por el museo y la etimología, que tienen, bien mirados, su cuota de emoción y misterio.

Las miniaturas tuvieron gran auge en los siglos XVII y XVIII, pero entraron en rápida decadencia con la llegada del daguerrotipo en 1840. Esos delicados retratos - generalmente ovalados- de seres queridos, se alojaban en medallones que uno llevaba consigo junto al corazón. Aquél era un mundo mucho más extenso e incierto, y las separaciones solían ser largas. Abrir el estuche y contemplar con devoción el retrato de una madre, una esposa, un novio, era muchas veces el único contacto posible durante años, el rito que convocaba y fijaba recuerdos.

Muchos de estos medallones llevaban en el reverso un mechón de cabello de la persona añorada. Uno de los guardapelos que vi en el museo contenía ocho mechoncitos de pelo, de ocho parientes diferentes, cosidos en minúsculos ramilletes a la base de cartulina. En mi imaginación se dibujó una escena de novela de Jane Asuten, que incluía un gran salón, la luz de un candelabro, y una joven con su tijera junto a su hermano. Junto a cada mechón la hacendosa preservadora de la memoria había escrito en letra minúscula el nombre del dueño del cabello. El medallón era anterior a 1800. Todos los allí mencionados hace tiempo que son polvo, y sus nombres ya no dicen nada a nadie. Pero allí están esos mechoncitos primorosamente dispuestos que preservan para siempre el amor que los reunió. Como dice el poema de Larkin, lo que sobrevivirá de nosotros es el amor. Yo lo sentí: ese amor sigue vivo y tiene aún la fuerza de traspasar corazones.

Los retratos en miniatura se pintaban sobre marfil con acuarelas; la luminosa semitransparencia de ambos materiales les permitía a los miniaturistas lograr efectos muy artísticos. Lo más notable de todo es el nivel de detalle que lograban. ¿Con qué diminuto pincel, con cuán portentosa lupa, con qué perfección de pulso trabajaban esos hombres geniales? Es natural que se las llamara miniaturas, ya que en ellas todo es mínimo. ¿No es así?

Error. Asombrosamente, la palabra miniatura no tiene relación alguna con la raíz proto-indoeuropea *min- que nos dio menor, menos, disminuir, mínimo. Miniatura proviene de minium, el término latino para el óxido de plomo. El óxido de plomo se usaba como color rojo para las iluminaciones de iniciales en los manuscritos medievales. Aunque hoy el término minio cayó en desuso, nos ha dado mineral, mina, minería, dignos herederos que preservan su memoria.

El arte de ornar con minio las letras iniciales se denominó, con toda lógica, miniare, y el resultado de esa actividad, miniatura.

En ese momento interviene la etimología popular, cuya huella es siempre interesante porque demuestra que las inquietudes filológicas no son privativas de un grupo de eruditos, sino inherentes a la condición humana. Todos hacemos filología todo el tiempo, y es así como esas iluminaciones llamadas miniaturas fueron errónea pero inevitablemente asociadas con la raíz *min- ya que su rasgo más saliente era exhibir gran detalle en un espacio mínimo. Bajo esa influencia comenzó a llamarse miniaturas a las pinturas pequeñas, y por extensión, a cualquier modelo en escala reducida. Es por eso que hoy en día la miniaturización no es el arte de pintar de color rojo sino el proceso tecnológico que consiste en reducir el tamaño de los circuitos electrónicos.

Al leer en los folletos del museo que los retratos estaban pintados sobre ivory, me pregunté por qué será que llamamos en español marfil a lo que los demás idiomas europeos llaman uniformemente ivory (inglés), avorio (italiano), ivoire (francés), ibor (aragonés), ivori (catalán), etc.
Es difcil ver alguna relación entre dos términos tan distintos como marfil y ivory. Sin embargo
detrás de ambas palabras se oculta... ¡el mismísimo elefante!

Marfil, como habrá sospechado ya el lector, es un término con raíces arábigas (es lo que suele ocurrir cuando el español se aparta del resto de los idiomas romances). El diccionario de la Academia me enseña que proviene del árabe hispánico azm alfíl, "hueso de elefante". Alfil es "elefante" en árabe (algunos juegos de ajedrez asiáticos muestran al alfil como un elefante), y se parece al elephas griego, que se parece al sánscrito ibhas. El eslabón perfecto lo tenemos en el latín ebur, una palabra que significaba a la vez "elefante" y "marfil". Y de ebur >ivory, etc. Moraleja: marfil y ivory no están, después de todo, tan lejos.

Para terminar mi recorrido museo-etimológico, diré que la colección incluía también algunos ejemplares de ese tipo especial de medallones miniatura llamados cameos en inglés, y en español camafeos.
Los camafeos en lugar de retratos pintados son relieves tallados en piedras preciosas, nácar o marfil. La extraña palabreja parece provenir del latín camaheus (tomada tal vez del persa chumahan "ágata"), que en francés dio cameé y en italiano cammeo.
Del italiano lo tomaron los ingleses, quienes lo dotaron más tarde de un sentido secundario: llamaron cameo a la aparición fugaz de un personaje en una obra de teatro o película. Tal vez porque la brevedad de la parte no le permitía al actor más expresividad que la de un retrato entrevisto brevemente.
Hoy los camafeos/cameos han pasado también de moda, y ese sentido secundario del término se constituyó en el principal, gracias, en gran parte, a la popularidad que le proporcionó Albert Hitchcock apareciendo fugazmente en cada una de sus películas. Películas de emoción y misterio, con lo cual vuelvo al inicio de mi peregrinaje. Cuando uno está solo y llevando la cuenta de los minutos que faltan para el regreso, no hay como entrar a un museo y dejarse llevar por la pasión de rastrear palabras, que es como crear nuestra propia película.