jueves, 19 de junio de 2008

Estropajo

En tiempos de sequía y desabastecimiento, siempre está disponible Julio Casares con una de sus polémicas periodísticas. Hoy viene otro de los artículos (como aquel de la “yesca”) que dedicó al infortunado don Antonio de Valbuena y que tomo de la misma Crítica efímera. Dicha sea la verdad, Valbuena parecía habérsela buscado, casi a propósito, publicando en su columna Ni limpia ni fija críticas y correcciones disparatadas a la Academia, o a otros columnistas como Cavia (el “Chico del Instituto”) o el mismo Casares.

Me preguntó alguien si no era poco caritativo para con gente como Valbuena andar reflotando estos disparates y regodearse con las respuestas de Casares, que, por muy doctas que resulten y bien escritas que estén, no dejan de tener cierta malicia. No era ésa la idea de estas transcripciones. Muy por el contrario, creo que son especialmente aptas y valiosas en un blog como éste porque, mutatis mutandis, el que suscribe normalmente corre más riesgo de hallarse en la situación de Valbuena que no en la de Casares; es sano tener eso en mente.

Por fortuna para el señor Valbuena son muy escasas las chicas de servir a quienes no estorba lo negro (me refiero a la tinta de imprenta). Si así no fuese, pudiera darse el caso de que alguna fregona, blandiendo airada el humilde instrumento de su oficio, y echando espuma (espuma de jabón) por todos los espartos, se encarase con su colega de fregadero en esta o parecida forma:

–Mira tú que salir ahora un señor en los papeles a explicarle a una cómo se llama esto, después de los años que lleva una desportillando platos... ¡Vamos, le daba así!...

Realmente, la ocurrencia del Sr. Valbuena no puede ser más peregrina. Asegura, y no seré yo quien lo niegue, que en la «tierra clásica del bien hablar» (Léase Pedrosa del Rey, pueblo de la provincia de León, cuna del «más docto crítico filológico» del siglo XX), se dice estrapajo y no estropajo. Hasta aquí vamos bien. La cosa no tiene nada de inverosímil, y aun merece anotarse como dialectalismo curioso o, cuando menos, como caso de patología lingüística. Yo he comprobado que todos los miembros de una numerosísima familia, que casi constituye una tribu en Tetuán de las Victorias, llaman «formón» a lo que el resto de los mortales denomina «flemón». He anotado el hecho, lo he comparado con otros similares, he sacado para mi uso algunas conjeturas, y nada más. Ni he tomado pie del hallazgo para hacer un cargo gratuito a la Academia, cuando tantos y tan fundados se le pueden hacer, ni he deducido del caso consecuencias etimológicas, ni menos he pensado que los «tetuaníes» del populoso arrabal madrileño puedan tener razón frente a los millones de españoles que desde hace siglos vienen ateniéndose a la forma correcta.

El Sr. Valbuena, por el contrario, ha sacado todo eso, con más algún chiste mohoso, de su dilecto estrapajo lugareño. Con él, no sólo quiere echar por tierra la etimología probable de la forma tradicional, sino que, franqueando gallardamente las fronteras de lo ridículo, se arroja a sostener que la voz estropajo es un invento académico, y que debe decirse «estrapajo, y no estropajo, como quiere la Academia, pues ni el estro, ni el tropo, ni la tropa, tienen nada que ver con la palabra.» Es decir, que, desde los escritores del siglo de oro (Cervantes, Fray Luis de Granada, Quevedo, etc.) hasta las fregonas del siglo XX, todos cuantos emplearon o emplean la palabra estropajo, se han hecho reos de solecismo por hablar «como quiere la Academia».

No sé si el Sr. Valbuena habrá oído nombrar cierto fenómeno lingüístico, que llaman los filólogos –los de veras– «etimología popular». Consiste dicho fenómeno en la deformación que el vulgo impone a ciertas voces para mejor acomodarlas al origen que, equivocadamente, les atribuye. Así, por ejemplo, el veruculum latino, antecesor, de nuestro actual «cerrojo», dió, en castellano antiguo, berrojo. El pueblo, que ignoraba la verdadera etimología de la palabra y pensaba que el objeto debía su nombre a la operación de «cerrar» a que estaba destinado, no tardó en hacer de berrojo «cerrojo», mientras en francés subsistía la forma etimológica verrou.

Actualmente, tales deformaciones, aunque se produzcan, no suelen prosperar, porque la enorme difusión que alcanza la palabra escrita sirve de freno a los extravíos populares. Mas, con todo, no dejan de ocurrir a nuestra vista algunos casos de etimología popular, como el de los «rosales palmerones», que he estudiado en otra ocasión (1), o como el de las «naranjas mondarinas», de que voy a hablar ahora.

La gente del pueblo, que conserva, al menos en Madrid, la locución «naranjas de la China» para expresar festivamente duda o desconfianza, no sabe que, en efecto, del país de los «mandarines» procede cierta clase de naranjas cuyo cultivo se halla hoy extendido por toda la Europa meridional. Pues bien, la variedad de citrus que lleva el nombre de «mandarina» (quizá distinta de la mandarina verdadera) tiene la cáscara casi completamente despegada de la carne, por lo cual se «monda» con suma facilidad; y como el vulgo ve en esta circunstancia la principal característica de tal variedad de naranjas, ha empezado a llamarlas mondarinas (de «mondar»), a semejanza de «saltarina» (de «saltar»), «bailarina» (de «bailar»), etc.

Idéntico proceso mental deben de haber seguido los familiares y convecinos del Sr. Valbuena, para trocar en estrapajo el estropajo, común en toda España. La hipótesis es tanto más probable cuanto que en muchos lugares aun no se emplea el esparto para estor utensilios, sino que se usa, como en tiempos de Covarrubias (1161), un «paño vil y recio». El esparto no aparece hasta el Diccionario de Autoridades (1726 a 1736), y no como materia propia del estropajo, puesto que advierte la Academia que «por extensión, también se llama así el mechón de esparto desecho». El estropajo, pues, era y es aún un trapo vil, un trapajo, lo cual explica que, por un falso análisis (otro fenómeno que también estudian los filólogos), el vulgo de Pedrosa del Rey haya deformado el estropajo para convertirlo en un compuesto de es- (del intensivo ex, como en «escalentar», «estropezar», etc.) y trapajo.

Ahora bien, ¿es lícito deducir de aquí, contra el dictamen de la antigüedad clásica y contra el testimonio de la lengua hablada, que estropajo es una forma bastarda inventada e impuesta autoritariamente por la Academia»? ¿Supone el Sr. Valbuena que de su estrapajo, meramente local, del cual no hay el menor vestigio en la lengua antigua, han salido los vocablos castellanos estropajo, estropajoso, estropajosamente, estropajeo y estropajear, amén del portugués estropalho, y del italiano stroppaglio? No; el Sr. Valbuena no supone eso... ni lo contrario, sencillamente porque desconoce los datos del problema que ha planteado sin saberlo. Él se proponía tan sólo hacer unas cuantas chirigotas a costa de muy repetables lexicógrafos, como Salvá, Raimundo Miguel, Manuel Valbuena, el marqués de Morante y otros, para «regocijar e instruir» (¡!) a los lectores de El Liberal; pero ha tenido la mala fortuna de que el ingenio se le muestre rebelde y de que las burlas se vuelvan contra el burlador.

«¡Saben ustedes –pregunta nuestro dómine– la oriundez que la Academia atribuye a su estropajo?... Pues tiene gracia, porque dice que viene de stuppa, como si fuese cosa llana el trueque de estúp en estro.» ¿Pero de dónde habrá salido este «crítico filológico» –pregunto yo– para que le hagan gracia cosas tan sabidas?

Dice la Academia que «estropajo» procede, no de stuppa (hay que citar honradamente, señor Valbuena), sino de un derivado latino de dicha voz, y se refiere, sin duda, al hipotético stuppaculu. Este es el único punto conjetural de la etimología (2); pero admitido el stuppaculu, es evidente que la derivación normal castellana había de ser estopajo (pronunciado estopayo). ¿Existió esa forma intermedia? Yo la he hallado en Franciosini (1620) y en Arnaldo de la Porte (1659). El Diccionario de Autoridades dice a este propósito: «Díxose estropajo del nombre estopa, como si se dixera estopajo, por ser de ordinario estos trapos o paños de estopa fuerte, después de estar medio gastada.» Este estopajo concuerda con el stopaccio italiano (bola o taco de estopa), cosa que ya advirtió Covarrubias: «Díxose assi quasi estopacio, porque la tela de estopa es áspera y a propósito para este ministerio» (para fregar). Y, por último, el stroppaglio es «quello che comunmente si dice stoppacio» (3).

Puesto que el paso de stup- a esto- (stuppa, «estopa») es innegable, sólo queda por aclarar la aparición de la r de «estropajo». ¿Es esto lo que le hace gracia al Sr. Valbuena? Si no temiera abusar, en este artículo, de la filología barata, le explicaría al terrible censor de la Fe de Erratas, que hay una cosa que se llama «epéntesis» y unas letras que se llaman «parásitas»... Para el caso presente bástele saber que del latín stella, sin r, salió el castellano «estrella»; y de tonu, «trueno»; y de regestu, «registro», etc., etc.

Ya han visto mis lectores cómo no exageraba al afirmar que el trabajo con que el Sr. Valbuena inauguró su sección de Ni limpia ni fija, no tenía desperdicio. Si quiso poner tienda frente a El Chico del Instituto, que, siempre cortés, comedido y modesto, «limpia y fija» con agudeza y discreción, se ha lucido.

Ni limpia ni fija... ni pincha ni corta.

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(1) Véase mi Crítica profana.

(2) Meyer-Lübcke, en su Diccionario Románico Etimológico, propone como origen stroppus, correa.

(3) Véase el Diccionario de Tommaseo.

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