viernes, 27 de mayo de 2011

Dice Menéndez Pidal sobre Santa Teresa

La priora de un convento -escribe la Santa- debe "mirar en la manera del hablar que vaya con simplicidad y llaneza y relisión; que lleve más estilo de ermitaños gente retirada, que no ir tomando vocablos de novedades y melindres, creo los llaman, que se usan en el mundo...; préciense más de groseras que de curiosas en estos casos".

Groseras más que curiosas. Aquí tenemos igualmente la explicación de la prosodia popularizante que Santa Teresa adopta en sus autógrafos, desviándose de la grafía corriente en los libros por ella leídos: an por aún; anque, aunque; cuantimás, cuanto más; naide (Carlos V usa la variante culta nadi); ipróquita, proquesía, hipocresía; catredático; primitir, permitir; muestro, nuestro; traurdinario, extraordinario; pusilámine, pusilaminidad; carractollendas, carnestolendas, etc. Se suelen tomar estas formas, y yo mismo las he explicado así, como propias del habla hidalga de Ávila, en la que Teresa se crió; pero, aunque varias lo son, las más, demasiado bastas, pertenecen sin duda al habla rústica que la Santa adoptaba por preciarse de estilo grosero y ermitaño. Recordemos a este propósito la noble asceta granadina doña Catalina de Mendoza, hija del marqués de Mondéjar, que, ejercitada en toda clase de mortificaciones, hacía consistir una de éstas en ocultar su admirado talento escribiendo sus cartas según la redacción de una inculta sirvienta. Lo intencional que era en Santa Teresa el apartarse del lenguaje común escrito se evidencia en formas como ilesia y relisión, discrepantes de iglesia y religión, que ella leía cada día en sus libros y oía de continuo a clérigos y gentes devotas; en casos como éstos, el apartarse de las formas correctas le costaba sin duda más trabajo que el seguirlas; es un trabajo de mortificación ascética.

[...]

El lenguaje levantado o noble repugnó en todo tiempo el diminutivo. Lo desconceptuaba rigurosamente el gran preceptista, coetáneo de Santa Teresa, Fernando de Herrera, diciendo: "La lengua toscana está llena de deminutos con que se afemina y hace lasciva y pierde la gravedad, pero tiene con ellos regalo y dulzura y suavidad; la nuestra no los recibe sino con mucha dificultad y muy pocas veces." Pues toda esa dificultad encopetada la echa a un lado Santa Teresa, trayendo el diminutivo a los asuntos de mayor dignidad y empeño para deslizar en ellos una conmoción de ternura: "esta encarceladita desta pobre alma" (Vida, XV), "para que esta centellica de amor de Dios no se apague" (Vida, XV), o buscando alguno de los otros matices semánticos, sobre todo el de humilde poquedad y el despectivo, consideracioncillas (Vida, XV), "unas devocioncitas de lágrimas y otros sentimientos pequeños, que al primer airecito de persecución se pierden estas florecitas" (Vida, XXV).

Teresa sentía una propensión irreprimible hacia esta forma gramatical, sin que le arredrasen las dificultades morfológicas de las terminaciones menos habituadas a recibir el sufijo: agravuelos escribió una vez; mas luego que se vió obligada a copiar lo escrito juzgó demasiado insólito aquel caso y corrigió: "unas cositas que llaman agravios" sin poder prescindir del diminutivo (Camino de Perfección, LXIII). Y, sin embargo, el raro diminutivo de que se arrepintió estaba perfectamente formado. Si hoy quisiéramos sacar un diminutivo de agravio no lo hallaríamos aceptable; pero el instinto castellano viejo de Teresa lo halló. Estos sustantivos acabados en dos vocales tomaban el sufijo -uelo (latín, -olus) desde los mismos orígenes del idioma, como lo muestran abuela, del latín avia; plazuela, del latín platea, plaza, o los viejos nombres de lugar: iglesuela diminutivo de iglesia; Barruelo, de barrio. Tan ingénita y profundamente poseía Santa Teresa la morfología patrimonial del idioma. Claro es que también, según esta morfología primitiva, el diptongo acentuado de los nombres desaparece al quedar inacentuado por adición del sufijo diminutivo: estropecillos es el diminutivo teresiano de estropiezo o tropiezo, forma pura como fontecica, de fuente, que siempre es la empleada con las demás de igual tipo.

Sin el hábil uso de los diminutivos no lograría el lenguaje de Santa Teresa muy matizadas delicadezas; nos retendría en un dejo de insatisfacción, como el que experimentamos al eliminar el sufijo en aquella frase suya: "queda el alma con un degustillo, como quien va a saltar y le asen por detrás". Sobre el idioma literario, que Herrera reglamenteba sólo para la solemnidad, esparce Santa Teresa una sutil gracia, dignificando la proscrita forma de gran expresividad.

Extractos de R. Menéndez Pidal, "El estilo de Santa Teresa", en La lengua de Cristóbal Colón (Espasa Calpe, Austral 1942) págs. 123-4 y 126-7.

Sobre los diminutivos de la segunda cita, véase F. González Ollé, "Formación superlativa y diminutiva de los nombres terminados en /ia/, /io/, /ie/ y fonología generativa de sus derivados mediante sufijos que comienzan por /i/", en Estudios ofrecidos a Emilio Alarcos Llorach. III, Oviedo 1978.