miércoles, 31 de octubre de 2007

La maquinita de inventar palabras

Hace muchos años, mi padre y yo escribimos para nuestro deleite personal una pieza de software que inventaba palabras. Había que alimentar al programa con un corpus textual, y construía nuevas palabras combinando sílabas que aparecían en aquél, tomando en cuenta la frecuencia con que una determinada sílaba seguía a otra en el texto original.
Hace poco he vuelto a programar aquella maquinita palabrera, como un modo de estar de nuevo con mi padre, que me falta desde hace ya siete años.

La maquinita de inventar palabras

He aquí algunos de los resultados de estos malabares. Me resultan fascinantes, no sólo porque invitan a imaginar significados, sino porque -como decía en el post sobre las Jitanjáforas- estas palabras inexistentes son españolas (si alimentamos a la maquinita con textos en español), y tienen un sabor inconfundible a ese texto del cual provienen.

A partir de El Quijote

amparabañales
sierperoso
hiendemás
necelenguas
zambulapio
pompastorias
troncomunales
replicarta

A partir de un texto del psicólogo Piaget (atención: con estas extraordinarias palabrejas se puede impresionar mucho a la comunidad de las ciencias sociales, y labrarse toda una reputación de iluminado).
Fundagógico
Simplicación

Cognivolución

Niconotalización

Psicómodo

Pragmación
Perceptiplicar

Griegablemación
Orgación
¿Psicómodo?

A partir de una traducción de Llamen a Jeeves, de Wodehouse

fragmentoresco
explicarreras
mueravilla
licotherino
grupolines
fiebresalto
cualquizá
ferencias
princificulto

También desarrollé una versión que escribe versos de la longitud que se desee. He aquí un ejemplo de jitanjáfora automática en dodecasílabos:

nimba le piltraje mientos olvitario
cuánto crezapisa linerosos pompa
voy laurego gris cipe gondor turbaron
ayle dándo bonda canturo, rumando
et ven beros línetre y fara núme guras

Alfonso Reyes da a entender que una buena jitanjáfora debe tener dos virtudes: ser espontánea (no se concibe que para crear una jitanjáfora entren en juego trabajosas elucubraciones ni métodos lógicos), y tener poesía. El azar que interviene en las jitanjáforas automáticas asegura el primer requisito, pero difícilmente el segundo ya que no hay ningún poeta detrás de ellas. El papel del poeta puede en cierto modo cumplirlo el compilador, seleccionando y yuxtaponiendo los más sugerentes versos generados por la maquinita.

Ojalá alguna de estas neopalabras (o nopalabras, o jitanpalabras, o palabráforas) excite la imaginación de nuestros lectores. En tal caso, los invito cordialmente a compartir aquí sus impresiones. Imagino un Diccionario de palabráforas, donde cada vocablo tenga infinitas acepciones, y cada lector deba aportar la suya. ¿Lo hacemos?

martes, 16 de octubre de 2007

Jitanjáforas

El reciente post de Hláford Nuevos disparates me ha dado el pie que andaba buscando para hablar de las jitanjáforas. Sinsentidos, idiomas inventados, juegos de palabras... ¡aquí vamos!

En 1928 el poeta cubano Mariano Brull le envió a Alfonso Reyes un ejemplar de su último libro Poemas en menguante. Uno de los poemas decía así:

Verdehalago

Por el verde, verde
Verdería de verde mar
Erre con erre.

Viernes, vírgula, virgen
Enano verde
Verdulería cantárida
Erre con erre.

Verdor y verdín
Verdumbre y verdura.
Verde, doble verde
De col y lechuga.
Erre con erre
En mi verde limón
Pájara verde.

Por el verde, verde
Verdehalago húmedo
Extiéndome. Extiéndete.
Vengo de Mundodolido
Y en Verdehalago me estoy.
Reyes cuenta [1] que esa palabra inventada, verdehalago, le produjo una emoción parecida a aquella que había sentido cuando leyera, en Los cigarrales de Toledo, de Tirso de Molina, la descripción de Irene que iba de verdegay vestido y alma.
Mi encuentro con el verdegay me produjo tal embrujamiento, que suspendí la lectura y salí a contarlo a mis amigos, y anduve dos o tres meses queriendo fabricar y vender pastillas de verdegay, que se me figura una menta, pero todavía más fragante.
El poema de Brull, dice Reyes, no se dirige a la razón, sino más bien a la sensación y la fantasía. Las palabras no buscan un fin útil. Juegan solas, casi. Pero fueron otros versos, unos que Brull hacía recitar a sus hijas, los que llevaron al límite la revolución anunciada en Verdehalago:
Filiflama alabe cundre
ala olalúnea alífera
alveolea jitanjáfora
liris salumba salífera.

Olivia oleo olorife
alalai cánfora sandra
milingítara girófora
zumbra ulalindre calandra
Escogiendo la palabra más fragante de aquel racimo, di desde entonces en llamar las Jitanjáforas a las niñas de Mariano Brull. Y ahora se me ocurre extender el término a todo ese género de poema o fórmula verbal. Todos, a sabiendas o no, llevamos una jitanjáfora escondida como alondra en el pecho.
Alfonso Reyes se puso desde entonces a coleccionar jitanjáforas, y tras publicar algunos artículos sobre el tema, comenzó a recibir cartas de todas partes del mundo.

Alfonso Reyes
Recibí también confesiones de jitanjáforas vergonzantes, que algunos guardaban en secreto y, no encontrando el modo de justificarlo racionalmente, no se habían atrevido a sacarlas a la luz del día.
Las jitanjáforas se hicieron tan populares en los años treinta que la RAE incorporó el término en su diccionario oficial, como podemos comprobar echando un vistazo aquí.
Es interesante constatar que muchas de las expresiones de la jitanjáfora están asociadas con la infancia. Reyes menciona, por ejemplo, a Miguel Ángel Osorio, quien recordaba haber compuesto de niño, sin darse cuenta clara, este arreglo silábico que, en sus momentos de rebeldía o de iracundia contra las normas se sorprendía recitándose a solas:
La galindinjóndi júndi,
La járdi jándi jafó,
La farajija jija
La farajija fo.
Yáso déifo déiste húndio,
Dónei sópo don comiso,
¡Samalesita!
La fascinación que producen las jitanjáforas parece a primera vista exactamente opuesta a la que sentimos los hurgapalabras por las palabras reales. Los enamorados de las etimologías disfrutamos con la larga y ramificada historia que arrastra tras de sí cada palabra. En las jitanjáforas, en cambio, no hay historia, no hay siquiera significado, hay tan sólo el raro hechizo del sonido.

Sin embargo, yo adivino en la seducción de las jitanjáforas una raíz filológica. Lo más interesante de una palabra inventada es que dispara muchas asociaciones con familias de palabras existentes, y el lector disfruta buscándole a ese espécimen nuevo un lugar en la compleja red que hemos armado de sonidos y significados. La palabra jitanjáfora, por ejemplo, se nos presenta como una incógnita absoluta, pero su misterio es más intenso porque en ella hay algo de gitano, de jirafa, de metáfora, de desaforado, de ánfora, de tinaja…

Un indicio de esto lo tenemos en el hecho de que las jitanjáforas presentadas aquí, y las muchas otras que recopiló Reyes, están escritas… en español. Esto puede parecer paradójico dado que se trata de palabras que no existen, pero no me cabe la menor duda de que las jitanjáforas escritas por alemanes, rusos o chinos sonarían muy distintas, y serían casi inmediatamente identificables como alemanas, rusas y chinas. Las estructuras sintácticas, las reglas morfológicas, las conjunciones y los ritmos de las jitanjáforas son los de su idioma de origen, y en eso descansa gran parte de su fascinación.

Al estudioso de Tolkien le llamarán la atención dos matices de la jitanjáfora que mencionamos antes: el que a veces sea secreta, y que se remonte a la niñez. En su conferencia Un vicio secreto, Tolkien describe su propia pasión por los lenguajes inventados, y la remonta a precisamente a su niñez. Agrega que por lo que pudo comprobar, tal vicio secreto es bastante común, sólo que al crecer, muchos de sus cultores lo olvidan o se avergüenzan de él.

Me remito nuevamente al artículo de Hláford para lo referido a Tolkien y sus primeros intentos de lenguas inventadas. Hay por supuesto una diferencia crucial entre la actitud de Tolkien y la del jitanjaforista común y corriente. Este último se da por satisfecho con el embeleso de la sonoridad, mientras que el profesor seguía trabajando, construyendo pacientemente un sistema sobre aquel rapto de inspiración. Pero me atrevo a decir que el germen es el mismo.

¿Qué hubiese opinado Tolkien sobre las jitanjáforas? ¿Habría compartido el entusiasmo de Reyes? Conociendo su gusto por el castellano, me inclino a creer que sí. Me los imagino a ambos en una mesa del Eagle and Child, recitándose mutuamente versos incomprensibles. Nada me cuesta ver cómodamente instalado entre los inklings a Alfonso Reyes, ese hombre que, según dice Borges
Supo bien aquel arte que ninguno
Supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
Que es pasar de un país a otros países
Y estar íntegramente en cada uno.
Se están por cumplir ochenta años de aquel episodio que desencadenó el verdehalago. ¡Salud, insigne Alfonso Reyes, y larga vida a la jitanjáfora!

[1] Alfonso Reyes, La experiencia literaria, Buenos Aires, Losada, 1942

lunes, 8 de octubre de 2007

Sobre el costo de vida

Un libro delicioso que he leído en estos días es Una ciudad de la España cristiana hace mil años, de C. Sánchez-Albornoz. Pinta escenas ("estampas") de la vida diaria en la ciudad de León alrededor del año 950, y tiene más notas al pie que texto, y todos los apéndices que se pueda desear. En una de esas interminables notas encontré la palabreja que dio origen a este aporte hurgapalabras.

[ADVERTENCIA: en este post se hacen generalizaciones y simplificaciones sobre instituciones y formas de pensar medievales y modernas que pueden hacer levantar una ceja al entendido. Como excusa, estoy indeciso entre "Los límites y objetivos de un blog no condicen con un tratamiento más serio del tema" y "Bueno, por esa plata, ¿qué más querés?"]

a) El wergeld de Abolkacem, el sayón

Leyendo una de las estampas presenciamos esta escena:

[...] un desdichado a quien han despojado de su sayo y sus bragas. Lleva una soga al cuello, cubre sus desnudeces con una sucia y raída camisa y en medio de la hostil y repugnante curiosidad del coro es azotado por Abolkacem, el sayón, con un recio vergajo. Ha sido sorprendido desvalijando a unos pescadores [...] y padece el castigo que reciben cuantos interrumpen el normal aprovisionamiento de la urbe. Acaba de caer sobre su espalda el último de los cien azotes [...] El sayón abandona el lugar del castigo y se adentra por el carral que lleva de Santa María a San Miguel, para continuar ejercitando su odiado y miserable oficio. (págs. 113-4).

Poco después vemos al artesano Ermiario y su esposa Leticia, la panadera, encerrados en su casa. ¿Por qué? Leticia estafó a sus clientes en el precio del pan y fue azotada; más tarde reincidió y según la ley debe pagar una multa o calumnia de cinco sueldos. No tienen tanto dinero, de modo que se embargan sus bienes. La paz de la casa es inviolable, y quienes se acogen a ella están a salvo; no obstante, el brazo de la ley tiene qué tomar sin necesidad de entrar:

[...] mientras los chiquillos juegan en la vacía cochiquera, los padres, silenciosos, abatidos y tristes, escuchan, sentados junto al hogar, fuertes golpes que suenan muy cercanos. No llaman. Es el sayón que desenclava la puerta de la casa para cobrarse en ella la multa. (págs. 119-20).

Se comprende que quienes como Abolkacem ejercían esos oficios detestables no fuesen personas populares. La nota al pie sobre los sayones dice entre otras cosas que "su vida se hallaba protegida contra los odios que su oficio levantaba a su paso, por una composición, wergeld u homicidio de 500 sueldos, igual al que correspondía a los nobles". Esto tiene mucho sentido: no sería raro que a Ermiario le entrasen ganas de romper la cabeza de Abolkacem con la puerta u otro objeto romo, pero se arriesgaba a tener que pagar quinientos sueldos en vez de cinco.

b) El costo de vida entre los pueblos germánicos

La palabra germánica wergeld, sapo de otro pozo entre dos latinismos como "composición" y "homicidio", destaca cual manzana en cajón de naranjas. Sánchez-Albornoz no usa esa grafía por haberla hallado en algún documento leonés de época, como hace habitualmente, sino porque es la forma actual con que en alemán se designa la institución germánica del werigelt (antiguo alto alemán), wer(e)gild (inglés antiguo), werjeld (frisón), etc. (aparentemente en latín medieval se tomó en préstamo werigeldum). Designa una muy antigua institución germánica, que a grandes rasgos funciona así: aquel que ha dado muerte a un hombre puede resarcirse de su delito ante la ley y (sobre todo) ante los parientes y deudos de la víctima por medio de una compensación en dinero u otros bienes. Con variantes, esta costumbre aparece documentada en las distintas ramas de las tribus germánicas, y así es que Sánchez-Albornoz utiliza el término técnico en su estudio sobre España, que fue dominio visigodo hasta la llegada de los musulmanes.

El término está traducido al latín de época como compositio u homicidium, pero no corresponde etimológicamente a ellos. Significa algo así como "precio de un hombre": el primer elemento wer es palabra común en lenguas germánicas para "hombre (varón)", aunque el inglés moderno la ha reemplazado por man, no de otro modo que su pariente latino vir ha dejado su lugar en castellano a "hombre". Que yo sepa, en inglés moderno sólo ha sobrevivido en el uso más o menos común en werewolf, "hombre-lobo, licántropo" (1). En islandés antiguo, la lengua de las Eddas y las sagas, el reemplazo se produjo incluso en esta palabra, de modo que en la Saga de Egil (una historia que ha de interesar a cualquier lector de Tolkien) encontramos que lo que se paga es el manngjöld.

El segundo elemento, anglosajón gild (o gield, o geld, o gyld) es un "pago" o "precio", acompañado por el verbo geldan (o gieldan, etc. – hay que acostumbrarse a estas variaciones en inglés antiguo) "entregar, pagar". Éste sí ha sobrevivido en el moderno yield. También está relacionada con ella la institución típicamente medieval de la Gilde, que suele traducirse como "cofradía" y que no intentaremos explicar aquí.

El monto de la compositio puede estar fijado o no, y su aceptación por la parte demandante puede ser obligatoria o no, según el momento histórico: en la León del siglo X, como vimos, la antigua institución está regulada, y el wergeld de un noble es de 500 sueldos, ni uno más ni uno menos: una cifra astronómica con la que no se atreverían a soñar gentes como Ermiario y Leticia. Pero aquel que pagase el precio podía librarse de toda responsabilidad, ante la ley y ante los deudos.

A algunas mentalidades modernas, acostumbradas a colocar la vida como valor último y a ver en el homicida a un ser eternamente marcado por su crimen, esta costumbre les ha de parecer bárbara; no les será difícil ver una cara opuesta de la moneda, en la posibilidad de que el rico disponga de la vida ajena sin otra contrariedad que la de despedirse de unos billetes.

Visto desde la otra parte, a mucha gente también le resulta repugnante la idea de recibir dinero como compensación por la muerte de un pariente, haciendo el siguiente razonamiento: "o soy un moderno civilizado que no equipara la muerte del ser querido con ninguna cantidad de oro, o soy un salvaje godo, sediento de sangre por vengar la muerte de un deudo, indiferente al oro que me quieran ofrecer". Efectivamente, el derecho y la obligación de la venganza de la afrenta sufrida por un pariente son tópicos de la literatura sobre godos, anglosajones y escandinavos. Podría decirse que una historia como la de los Nibelungos prácticamente no trata de otra cosa. Si tan visceral es para esta gente la muerte de un deudo, ¿cómo es posible que considere normal y aceptable una compensación en metálico? G.W. Dasent respondía a la cuestión del siguiente modo:

No debemos olvidar que, así como es deber del cristiano perdonar a sus enemigos, y ser paciente y sufrido ante las peores afrentas, así también era deber del pagano vengar todas las afrentas, especialmente las de parientes y amigos, hasta el límite de sus posibilidades. De allí surgieron los permanentes feudos de sangre entre las familias [...] que no podremos comprender si no mantenemos dentro del campo visual, junto con este deber de la venganza, el derecho de propiedad que todos los jefes de familia tenían sobre sus parientes. De estos dos derechos, el de venganza y el de propiedad, surge esa extraña mezcla de paciencia y sed de sangre que marca aquella edad. La venganza era un deber y un derecho, pero no menos era un derecho la propiedad; y así era privilegio del padre de familia o tomar venganza, vida por vida, o dejar de lado la venganza y recibir una compensación en bienes o dinero por la pérdida que había sufrido en su propiedad. De esta última concepción nacieron aquellas tarifas arbitrarias por heridas o muerte que gradualmente se desarrollaron, más o menos completamente, en todas las razas teutónicas y escandinavas, hasta que todos los daños físicos tenían un precio proporcional, según el rango que ostentaba en la escala social la persona herida o muerta. (2)

Las lenguas hispánicas no adoptaron ningún pariente de weregild. Esto no es raro: la dominación visigótica apenas dejó huella lingüística en el vocabulario peninsular, fuera de los nombres propios (sayón, que mencionamos arriba, es al parecer una de las excepciones). Sin embargo, vemos la institución en plena vigencia, en la última etapa de su desarrollo: el precio exacto puesto sobre la vida de una persona, según su cargo o su posición en la sociedad. La "venganza de sangre" ya no está implicada aquí; Abolkacem tendría muchos más enemigos que amigos dispuestos a vengarlo, y su weregild pasa a manos no de sus parientes sino del señor (en el caso puntual de León, supongo que al rey).

Una de las claves para entender la historia política y social de España es comprender cómo y por qué pervivieron costumbres y formas del derecho visigótico, especialmente con el surgimiento de Castilla y su posicionamiento jurisdiccional con respecto a otros reinos. Por supuesto, no intentaré enfrentar la cuestión aquí; en cambio, tomo al azar una cita sobre la violencia de esta época en particular. María del Carmen Carle, en “Gran propiedad y grandes propietarios” (Cuadernos de historia de España 57-58, 1973), explica que uno de los factores de la concentración de riquezas en determinados ámbitos fue la recepción permanente de las compensaciones, y pinta la facilidad con que se podía incurrir en el delito correspondiente:

Para comprender el peso que [compensaciones por daños y penas pecuniarias] tuvieron en la vida económica es preciso recordar el clima de violencia en que se vivía, los instintos primitivos sin contención y acrecentados en su aspereza por la guerra habitual, que transformaba en normales el robo y la muerte. Apoderarse de lo ajeno –tierra, animal o mujer–, asesinar en la excitación del vino o de la discusión, eran hechos de todos los días en aquellos siglos.
El torrente de violencia sacudía por igual a la sociedad toda, de alto a bajo. Un grupo de campesinos atacaba a un hombre de Celanova hasta darle muerte alanceándolo, mientras la mujer del homicida sujetaba a la víctima por los cabellos; apresado el culpable y conducido ante el abad de Celanova, explicó con toda naturalidad: vino fui inebriatus et venit me occasio. Y el documento al hablar de las riñas que se producían donde y cuando se reunía un grupo de hombres, las considera "costumbre en el orbe de las tierras".

Carle sigue con una larga lista de ejemplos en los que la muerte era resultado común de los altercados más variados, según lo muestran testimonios de época. Baste para que nos hagamos una idea: cuando el homicida deja de ser un bicho raro, uno entre millares, y se convierte en varios de nuestros vecinos, o incluso en nosotros mismos, deja de ser una reencarnación de Caín a quien hay que expulsar. Por otra parte, nos permitimos especular: durante el siglo X continuaba la lenta repoblación del valle del Duero, con avances y retrocesos ante la amenaza constante del moro. ¿Sería política sabia encarcelar, ajusticiar o inhabilitar de algún otro modo al homicida, cuando gente era precisamente lo que faltaba? La ciudad necesitaba todos los hombres de los que pudiese disponer: León, donde vivieron Abolkacem, Ermiario y Leticia, sucumbió poco después ante las acometidas de Almanzor y fue arrasada.

c) Mirando hacia atrás

El romano Tácito, en el capítulo XXI de su Germania, notaba esta misma institución varios siglos antes, explicándola a su modo: "[Entre los germanos] uno debe asumir como propias tanto las enemistades como las amistades del padre o de los parientes próximos. Pero no permanecen por siempre implacables: pues incluso el homicidio se expía con el pago de un cierto número de vacas u ovejas, y todo el hogar recibe la satisfacción". Ignoro si al derecho romano esta costumbre le era tan ajena como a nosotros y si por eso llamaba la atención del historiador latino. A continuación comenta: utiliter in publicum, quia periculosiores sunt inimicitiae iuxta libertatem. Es decir, el weregild es un modo de salvaguardar el orden social, y si nos parece salvaje, no lo era tanto como las venganzas de sangre, que podían sucederse indefinidamente.

El weregild, por otra parte, tampoco es un invento germánico. Como ejemplo muy conocido (supongo que también para Tácito), recordemos que en el libro IX de la Ilíada Áyax increpa a Aquiles, que no quiere deponer su cólera porque le han quitado a Briseida, de bella cintura. De nada sirve que Agamenón haya prometido restituirle a la doncella junto con ricos presentes:

¡Despiadado! Hay hombre que recibe
por la muerte del hijo o del hermano
el convenido precio, y permanece
en la ciudad el matador tranquilo,
satisfecha la multa cuantïosa,
y su cólera calma y de la injuria
se olvida el que la multa ha recibido. (3)

El razonamiento de Áyax es simple: si una ofensa como el homicidio puede redimirse con un pago, ¿no le bastará al Pelida recibir la compensación de Agamenón por el agravio que se le ha hecho? No, no basta. Aquiles se queda en su nave. Hasta que su amigo Patroclo muere a manos de Héctor. Entonces, depuesta la cólera hacia el Atrida, ya no habrá weregild que valga (tampoco es que Héctor se lo ofrezca, por supuesto): Aquiles no cejará hasta consumar su venganza.

d) Quid werigeldum cum Tolkien?

–¡Venganza! ¿Venganza de qué? Todavía no entiendo qué tiene que ver todo esto con Bilbo, conmigo y con nuestro anillo –dijo Frodo.
–Tiene todo que ver –respondió Gandalf. (El Señor de los Anillos, 1:II:63-4)

Llegamos, en fin, a Tolkien, que como se habrá adivinado usó la palabra. Aunque el término ya había sido recuperado para la literatura inglesa por autores del siglo XIX, especialmente por William Morris en sus traducciones de Grettir the Strong o de la Volsunga Saga, no podemos suponer que Tolkien tomara la idea de ellos, sino de sus fuentes medievales (4).

Toda vez que dejó que el vocablo entrara en sus escritos, lo colocó en contextos en los que incluso no conociéndolo se puede adivinar su significado. El ejemplo más famoso es el de Isildur, que conserva para sí el Anillo que ha tomado del dedo de Sauron diciendo: "Lo guardaré como prenda de reparación [weregild] por mi padre y mi hermano" (SA:2:II:37; se refiere, por supuesto, a Elendil y Anárion). Esto, mi querido Frodo, es lo que tiene que ver tu Anillo con el weregild.

También dentro de SA, como no podía ser de otra manera, la palabra aparece en boca de Eorl. Felaróf el caballo, padre de los mearas, ha causado la muerte de Léod; su hijo le ha dado caza, pero en vez de matarlo dice: "¡Ven aquí, Aflicción del Hombre, y recibe un nombre nuevo! Felaróf te llamo. Amabas tu libertad y no te culpo. Pero tienes ahora una grave deuda conmigo [you owe me a great weregild], y me someterás tu libertad hasta el fin de tus días" (AP:A:II:7). También en relación con el mundo de los Jinetes el senescal Túrin II de Gondor envía al rey Folcwine "una rica indemnización [weregild] en oro" por la muerte de sus hijos Folcred y Fastred, caídos en defensa de Gondor (AP:A:II:37 – en este caso Túrin, por supuesto, no puede considerarse reo de homicidio).

Por fin, también los Enanos que no pertenecían a la Casa de Durin se quejaban luego de la batalla de Azanulbizar: "Khazad-dûm no era la casa de nuestros Padres. ¿Qué significa para nosotros a no ser la esperanza de obtener un tesoro? Pero ahora, si hemos de retirarnos sin recompensa ni la indemnización [the rewards and the weregilds] que se nos debe, cuanto antes volvamos a nuestras propias tierras, tanto mejor" (AP:A:III:33).

Fuera de SA (o de textos que se refieren a los cuatro casos citados), la Balada de Leithian habla de la recompensa que Morgoth ofrece a quien le dé noticias de Barahir y su banda de proscritos: "a cada cabeza se puso un precio / igual al valor de la vida [weregild] de un rey" (BB:385). El detalle sobrevivió en el Silmarillion publicado, pero allí sólo se habla del precio [price] puesto sobre la cabeza de Beren y Fingon (QS:XIX:11) (5).

¿Qué podemos concluir de todo esto? Es evidente que Tolkien no usa el término en el sentido que deploraba Dasent, las "tarifas arbitrarias" por la muerte o las heridas. Los enanos de Azanulbizar no pasaron factura a los orcos: "item, ochenta enanos muertos de la casa de Tekk, a razón de quinientos númenores cada uno; item, ciento veinte heridos de la antedicha casa, cincuenta de ellos lisiados de por vida, a razón de cincuenta númenores las heridas leves y trescientos las graves; item, etc." Por el contrario, llegaron y masacraron a los orcos de las Montañas Nubladas, y luego, al no poder pasar por la Puerta y tomar el botín, se lamentaron no recibir los weregilds. No hizo otra cosa Isildur: no es que Sauron le haya ofrecido el Anillo como compensación por la muerte de padre y hermano, sino que Isildur primero lo derrotó y luego le quitó la joya. El caso de la Balada de Leithian no es explícito: el monto del "weregild de un rey" sólo se toma como punto de comparación para el precio ofrecido por la cabeza de Beren. Y Túrin de Gondor envía a Folcwine una compensación por la muerte de sus hijos, de la que no puede considerarse "culpable" aunque sí responsable.

El único ejemplo verdaderamente similar al expuesto arriba es el de Léod, Eorl y Felaróf: éste ha dado muerte al primero, y Eorl le perdona la vida a cambio de una composición, que consiste en un servicio personal por el resto de sus días. No estoy seguro de que el weregild pudiese trocarse entre los anglosajones por este tipo de servidumbre; sí supongo que no debe haber antecedentes de que la parte demandada fuese un caballo.

Ahora bien, el episodio de Eorl no puede ser más típico de este rey: pese a su juventud (dieciséis años, según CI) juzga con sabiduría un episodio que lo toca muy de cerca, y obra a la vez con justicia y generosidad, disponiendo un weregild que satisface a todas las partes, acorde a la honra del caído y adecuado al derecho del propio Eorl. Se lo podría acusar de interesado, ya que Felaróf fue, al fin y al cabo, el caballo más poderoso de la Tierra Media hasta el tiempo de Sombragrís, y aparentemente lo acompañó hasta el fin de sus días (6). Pero eso sería errar el blanco: la idea es que el código que se le propone, y del cual es tan fácil desviarse, coloca el propio interés en concordancia con la justicia y la generosidad, quizás uno de los puntos más altos a que puede llegar la ética anglosajona, que tanto preocupaba a Tolkien. Algo similar sucede con las respuestas respectivas de Eorl y Théoden a los pedidos de auxilio de Gondor; pero ésa ya es otra historia, y no es apropiado que absorba esta disquisición sobre compensaciones pecuniarias.

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(1) Tolkien en El Hobbit habla de los salvajes "Hombres-gusano" [Were-worms] que habitan en el Último Desierto (I:85); por supuesto, worm puede tener aquí su sentido primero de "dragón".

(2) Prólogo a su traducción de la Saga de Njal.

(3) Cito, contra toda costumbre, según la traducción de Hermosilla.

(4) Aunque, como se indica en TOED:209-10, es muy posible que Tolkien eligiese la forma weregild y no otra variante (como wergild) por influjo de estos autores.

(5) Llama la atención que Morgoth en la Primera Edad se molestara en fijar recompensas por las cabezas de sus enemigos. ¿Habrá pagado alguna?

(6) Según los Apéndices, "su vida fue tan larga como la de los hombres", y fue sepultado junto a Eorl. Se dice también ahí que sus antepasados fueron traídos por Béma (Oromë), y que entendía la lengua de los hombres. Claro que eso de que "tenía alas en las patas" (SA:3:VI:17) ya no me lo creo; más bien parece una leyenda de Rohan.

jueves, 4 de octubre de 2007

Ucornos huraños

De tanto mirar con lupa la traducción española de El señor de los anillos, a veces podemos dar la impresión de que la consideramos mala. Es cierto que está plagada de errores, pero la peculiar índole de la obra vuelve comprensibles muchos de esos errores, y como texto literario la versión española de Minotauro merece elogios.

La reflexión viene a cuento de un detalle minúsculo que he estado hurgando en estos días. Cuando aparecen en escena por primera vez los ucornos (Las dos torres, capítulo Restos y despojos), Merry los describe como “huraños y salvajes”. El primer adjetivo calificativo que se le asigna a un nuevo personaje suele ser decisivo, ése que lo definirá para el resto del relato. Por lo menos, en mi caso puedo afirmar que si me piden describir a los ucornos, comenzaré sin duda diciendo que son seres huraños (así ha quedado cristalizada en mi memoria su imagen).

Pero al cotejar la versión original, encuentro que el término empleado allí por Tolkien es queer, una palabra cuyo campo semántico tiene sólo cierta intersección con huraño.
Queer, que quiere decir "extraño, excéntrico, peculiar", al parecer es un término tomado del escocés, a su vez tomado del bajo alemán quer "oblicuo, perverso", relacionado etimológicamente con el inglés thwart, de la raíz indoeuropea *twerk- que en latín dio torquere, y luego en español palabras como torcer y tortuoso.
Personalmente, encuentro queer menos expresivo que huraño, así que voy a aventurar la escandalosa opinión de que –por esta vez- la versión española supera al original.
Huraño es una magnífica palabra, de significación compleja, que probablemente no tenga una traducción exacta a otros idiomas. Ser huraño es ser a un tiempo reservado, tímido, distante, y hosco (aunque el diccionario de la Academia lo define simplemente como “el que huye y se esconde de las gentes”). Viene del latín foranus, que tuvo dos derivaciones: la popular huraño, y la culta, foráneo. Foranus significaba extranjero (lo que estaba más allá de las “fores”, las puertas de la ciudad), y al extranjero se lo consideraba huraño debido a que no podía comunicarse, asumiendo entonces una típica actitud retraída, reservada.
He aquí entonces el hilo de Ariadna que nos lleva de queer a huraño:

Queer = strange < extraneus = foraneus > huraño

Y no me "extrañaría" nada que los traductores de Minotauro tuvieran en cuenta esta cadena de asociaciones etimológicas a la hora de traducir queer por huraño, porque en otros pasajes demuestran estar atentos a matices como estos.
Pero hay más detalles a considerar.
Detengámonos un minuto en otra decisión –mucho más importante- que el traductor debió tomar unas líneas antes en el mismo texto: la de volcar al español el nombre de las hurañas criaturas. Tolkien las había bautizado huorns. ¿Qué había detrás de esta palabra inventada? Estudiosos de las lenguas de Arda especulan acerca de la relación que pueda existir entre huorn y alguna raiz quenya (aquí me menciona Hláford un detallado estudio de Juan Villa al respecto), pero en realidad la única pista sobre el significado la da Merry en el mismo pasaje, cuando dice:
“Todavía tienen voz y pueden hablar con los ents, y es por eso que se los llama ucornos, según Bárbol”.
La mención es enigmática. ¿Deberíamos suponer que huorn significaba “hablador” en algún idioma dentro de la Tierra Media, o se trata de un término sustituto, perteneciente a la pretendida traducción al inglés, tal como hobbit lo sería de kuduk?

Los traductores españoles supusieron lógicamente esto último, y creyeron [1] ver en huorn una alusión al término horn, "corno". Echando mano de una lógica creativa impecable, mantuvieron la u intrusa, la movieron a una posición donde no causara asociaciones indeseadas, y acuñaron la palabra ucorno, que no deja de tener su encanto[2]. Antes de decidirse, habrán jugado con otras posibilidades, como huornos, huronos, cuornos (todas ellas objetables porque nos distraen al recordarnos hornos, hurones, y cuernos). Pero esas combinaciones deben haber dejado flotando en el aire la palabra huraño, que formalmente se le parece tanto a huorn, y a la primera oportunidad de estamparla lo hicieron, uniendo para siempre la ucornidad con lo huraño. Estoy obrando un poco como Sherlock Holmes, con puras conjeturas, pero me complace adivinar que esa miríada de asociaciones bombardea siempre la mente de un intérprete enamorado del lenguaje.

¡Mis saludos a los traductores que nos ayudaron a ingresar a la Tierra Media y disfrutar de ella!
¡Y adiós ucornos, forasteros que apenas pisan la historia de los hobbits, hojas a medio pintar en el cuadro de Niggle!


[1] Hablo siempre de los traductores en plural debido a que los límites del aporte de cada uno de ellos han sido siempre algo borrosos. Pero no debe colegirse de ello que se haya tratado de un auténtico “trabajo en equipo”.
[2] Curiosamente, la traducción italiana emplea la misma palabra ucorno. Dejo pendiente la tarea de averiguar si se trata de una coincidencia, o cuál traducción influyó sobre la otra.