sábado, 7 de diciembre de 2013

Una tragedia de dos peniques (Chesterton)

Ensayo de G.K. Chesterton, publicado en Enormes minucias (Austral 1946) en traducción de Rafael Calleja:

Mi relación con los lectores de esta página ha sido larga y agradable, pero quizá por eso mismo pienso que ha llegado el momento de confesar el único gran delito de mi vida. Ocurrió hace mucho tiempo; pero no es infrecuente que un ataque de remordimiento tardío revele negros episodios de esa índole mucho después de que hayan sucedido. Nada que ver con las orgías de la Liga Antipuritana. Esa corporación es de tal modo ofensivamente respetable, que un periódico al describirla el otro día se refirió a mi amigo Mr. Edgar Jepson bajo la denominación de «Canónigo Edgar Jepson», y parece ser que a cada uno de nosotros se nos aplican títulos similares. No, no es por la conducta del arzobispo Crane, o del deán Chesterton, o del reverendo James Douglas, o de monseñor Bland, ni aun de ese exquisito y viril viejo eclesiástico: el cardenal Nesbit; no es por eso por lo que deseo (o más bien me siento impulsado por la conciencia) hacer esta declaración. El crimen fue cometido a solas, sin cómplices. Fue cosa exclusivamente mía. Permítaseme que, obedeciendo a esa ansia característica de los penitentes de comenzar su confesión por su lado más negro, la reproduzca en su forma más espantosa e inexplicable. Existe en una ciudad de Alemania (a menos que haya muerto de rabia al descubrir su equivocación) un dueño de restaurante al que debo aún dos peniques. Salí definitivamente de su restaurante al aire libre con perfecta conciencia de que le debía dos peniques. Me marché delante de sus narices decididamente hebreas. No le pagué y es sumamente improbable que nunca le pague. ¿Cómo pudo ocurrir esta villanía en una vida que, en términos generales, casi ha carecido de la destreza necesaria para el fraude? La cosa fue como voy a decir, y la historia tiene moraleja, aunque puede no haber lugar a ello.

Los que viajan por el continente pueden adoptar como regla general aceptable que el modo más facil de hablar un idioma extranjero es hablar de filosofía. Lo más difícil de hablar es hablar acerca de necesidades corrientes. La razón es obvia. El nombre de las necesidades corrientes varía completamente de una nación a otra, y en general son nombres un tanto raros y rebuscados. ¿Cómo podría un francés, por ejemplo, suponer que una carbonera puede llamarse scuttle? ¿Qué inglés, hallándose en Alemania, se sentiría suficientemente poeta para adivinar que los alemanes llaman al guante «zapato de las manos»? Las naciones llaman, por decirlo así, a sus necesidades con apodos. Llaman a sus tinas y a sus taburetes con nombres afectivos y sorprendentes, como si se tratase de sus propios hijos. Pero si se trata de cosas abstractas, cualquiera puede hablar de ellas en un idioma extranjero por poco aprovechado que haya sido en sus estudios. Porque apenas llega a lograr construir una frase, halla que las palabras que se usan en una discusión abstracta y filosófica son en todos los países casi las mismas. Y lo son por la razón sencilla de que todas ellas proceden de las cosas que han sido raíces de nuestra común civilización. Del Cristianismo, del Imperio romano, de la Iglesia medieval o de la Revolución francesa. «Nación», «ciudadano», «religión», «filosofía», «autoridad», «República», palabras de este tipo son casi iguales en todos los países en que viajamos. Contenga, por consiguiente, el lector su admiración exuberante por el joven que puede discutir con seis ateos franceses apenas desembarca en Dieppe. Eso hasta yo mismo puedo hacerlo. Pero es sumamente probable que el mismo joven no sepa cómo se dice en francés «calzador para los zapatos». Pero esta generalización tiene tres grandes excepciones. Primera: El caso de los países que no son europeos en absoluto y que nunca han tenido nuestros mismos conceptos cívicos o que carecen de conocimientos del viejo latín. No pretendo que salte al punto de la imaginación la frase que utilizan los patagones para designar la «ciudadanía» ni que haya sido familiar para mí desde la cuna la palabra que se emplea en determinada isla del archipiélago malayo para el concepto «República». Segunda: El caso de Alemania, donde, aunque el principio es aplicable a muchas palabras, tales como «nación» y «filosofía», no se aplica de modo tan general, porque Alemania ha mantenido una especial y deliberada política de estimular la parte puramente germánica de su lengua. Tercera: El caso en que uno no sabe ni una palabra acerca del lenguaje, como en términos generales me ocurre a mí.

Por lo menos tal era mi situación en aquel tenebroso día en que cometí mi delito. Combinábanse dos de las circunstancias excepcionales que acabo de mencionar. Estaba paseándome en una ciudad alemana y yo no sé nada de alemán. Sabía, sin embargo, dos o tres de esas grandes y solemnes palabras, vínculo que mantiene unida nuestra civilización europea, y una de las cuales es «cigarro». Como era un día caluroso y soñoliento, me senté ante una mesa en una especie de cervecería-jardín y pedí un cigarro y cerveza. Me bebí la cerveza y la pagué. Me fumé el cigarro, se me olvidó pagarlo y volví a mi paseo, durante el que contemplé en éxtasis la majestuosa silueta de las montañas del Taunus. Cosa de diez minutos después recordé, de pronto, que no había pagado el cigarro. Volví al lugar en cuestión y sacando el dinero lo puse sobre el mostrador. Pero el propietario se había olvidado también del cigarro y se limitó a pronunciar unos sonidos guturales con tono interrogante, supongo que preguntándome lo que deseaba. Dije «cigarro», y él me dio un cigarro. Me esforcé señalando el dinero y descartando el cigarro con ademanes de rehusarlo. Él pensó que estos ademanes representaban una condenación de aquel concreto cigarro y me trajo otro. Yo agité los brazos como un molino de viento, tratando de abarcar con la amplitud de mi gesto que mi repulsa era una repulsa de los cigarros en general y no de aquel cigarro aislado. Él interpretó erróneamente mis aspavientos como representativos de la impaciencia corriente de los hombres vulgares y se precipitó hacia mí con las manos llenas de multitud de cigarros diversos que me ofrecía con insistencia. A la desesperada ensayé otras clases de pantomima; pero mientras más cigarros rehusaba yo, más y más cigarros me sacaba, más raros y preciosos los extraía de las profundidades y recovecos de su establecimiento. Traté en vano de hallar un medio de inculcar a aquel hombre el hecho de que yo había ya recibido el cigarro. Imité el acto de un ciudadano fumando, dejando de hacerlo y tirando el cigarro. El propietario me observaba con cien ojos, pero se limitó a suponer que yo estaba ensayando (como un éxtasis de anticipación) las delicias del cigarro que él iba a darme. Por último, me marché convencido y contrariado de la inutilidad de mis esfuerzos: era inútil intentar que cogiese el dinero y que dejase a los cigarros en paz. Y así, aquel dueño de restaurante (en cuya faz relumbraba el amor del dinero como brilla el sol a mediodía) rotunda y firmemente rehusó recibir dos peniques que yo le debía sin duda alguna; y yo tomé aquellos dos peniques, que eran suyos, y los dediqué durante meses a la francachela. Espero que en el día final los ángeles aportarán suavemente la verdad a aquel hombre desventurado.

Ésta es la verdadera y exacta narración del gran fraude del cigarro; y la moraleja es...

Chesterton halló lugar para dar su moraleja, pero nosotros la omitimos, en atención al principio de que si una enseñanza no está contenida en el apólogo de nada sirve andar explicitándola después.