martes, 15 de abril de 2008

Spitzer: regüeldos y modos de etimologizar

Por mucho que lo intente, uno no puede dejar de recomendar un clásico de Leo Spitzer sobre el Quijote: "Perspectivismo lingüístico en El Quijote" (se puede leer en Lingüística e Historia Literaria, Gredos 1968, págs. 135-87). Entre tantas cosas interesantes que dice, comenta aquel pasaje sobre "eructar" y "regoldar" (págs. 159-60):

A mi entender, lo que Cervantes pretende es presentarnos el problema de un Buen Lenguaje en todas sus posibilidades, sin llegar a establecer conclusiones definitivas. De una parte se le permite a Sancho afirmar su ideal de una tolerancia lingüística: (II, 19) "Pues sabe que no me he criado en la Corte ni he estudiado en Salamanca, para saber si añado o quito alguna letra a mis vocablos. Sí, que ¡válgame Dios!, no hay para qué obligar al sayagüés a que hable como el toledano, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto de hablar polido." De otra, Don Quijote puede mantener su ideal de un "lenguaje ilustrado" (en el sentido de Du Bellay): cuando no alcanza Sancho a entender el latinismo erutar (II, 43), observa Don Quijote: "Erutar, Sancho, quiere decir 'regoldar' y éste es uno de los más torpes vocablos de la lengua castellana, aunque es muy significativo. Y así la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar y a los regüeldos erutaciones; y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso." Así Don Quijote querría crear un lenguaje usual más refinado, bien que al mismo tiempo señalara que la última decisión en lo tocante al enriquecimiento de la lengua estaba en el pueblo. Y no niega, por otra parte, la fuerza gráfica de las expresiones populares. El principio de Sancho de la expresividad lingüística, que corre parejas con su defensa de la naturalidad en el lenguaje, innata en cada hombre, ha de ser considerado conjuntamente con el principio de Don Quijote sobre el refinamiento lingüístico, principio que es un reflejo de su infatigable defensa del ideal: al proponer Cervantes los dos puntos de vista, recibe un desarrollo dialéctico el problema debatido. Es claro que en el pasaje sobre erutar nos hallamos con un alegato en favor del lenguaje refinado, aunque se exige su ratificación por el pueblo común. Pero ello no quiere decir que el propio Cervantes abogue aquí por un refinamiento en el lenguaje: más bien, creo yo que no adopta una posición definitiva, sino que lo que verdaderamente le interesa es el juego dialéctico de poner de manifiesto los múltiples efectos del problema debatido. La manera de Sancho de zanjar los problemas es tajante; Don Quijote está más al tanto de sus complejidades; Cervantes se sitúa por encima de uno y otro. Para él, ambas expresiones regoldar y erutar constituyen un medio de revelar las múltiples perspectivas del lenguaje.

No es más que uno de los hilos que mueve Spitzer en su vasta interpretación de los hechos lingüísticos de la novela, que las cincuenta y pico páginas apenas alcanzan a contener. El autor la resume en las dos primeras (135-6):

En este ensayo, el procedimiento consistirá en armonía con los principios explicados en el primer artículo de este libro en tomar como punto de partida un aspecto particular de la novela de Cervantes, que seguramente llamará la atención a cualquier lector; es, a saber, la inestabilidad y variedad de los nombre dados a algunos personajes (y la variedad de explicaciones etimológicas de esos mismos nombres), para descubrir tras esa polionomasia (y polietimología) el posible motivo psicológico de Cervantes. A mi entender, trátase de una deliberada renuncia por parte del autor a hacer una elección definitiva de un nombre (o etimología): en otros términos, de un deseo de destacar los diferentes aspectos bajo los que puede aparecer a los demás el personaje en cuestión. Si ello es así, entonces esta actitud relativista de Cervantes colorará, sin duda, otros detalles lingüísticos de la novela. Efectivamente, esa actitud es la que seguramente se oculta en los frecuentes debates (entre Don Quijote y Sancho, principalmente), que nunca llegan a una conclusión definitiva sobre la relativa superioridad de una u otra palabra o frase. Parece como si Cervantes mirase el lenguaje desde el ángulo del perspectivismo. Esto bien sentado, no será difícil ver (como efectivamente ha reconocido A. Castro) que el perspectivismo informa la estructura de la novela en su conjunto. Lo encontramos en la manera de Cervantes de tratar la trama, en los temas ideológicos, en su actitud de distanciamiento frente al lector.

Y, sin embargo, más allá de este perspectivismo podemos sentir la presencia de algo que no está sujeto a la fluctuación: el principio permanente e inmutable de lo divino, que quizá hasta cierto punto se refleja en el mismo artífice terrestre, el artista, quien asume un poder casi divino en su dominio de la materia, en su propia actitud inconmovible ante los fenómenos de su mundo, y hasta en su distanciamiento frente al lector. En esta glorificación del artista es donde hemos de ver la mayor significación histórica de la obra cumbre de la literatura española.

El "primer artículo" que menciona es el homónimo del libro, págs. 7-53, que fatídicamente aparecerá citado alguna vez en este blog. El resumen, con ser ambicioso, no hace verdadera justicia al ensayo; el estudio de cada "detalle lingüístico" es en realidad un concentrado de reflexiones agudas que bien podría haber constituido un estudio aparte, y el ensayo a su vez se podría haber convertido en un grueso tomo sobre el lenguaje en el Quijote. Al mismo tiempo, el entrelazado de los distintos argumentos y temas es tan prieto que vuelve difícil la tarea de recortar párrafos y citarlos. Hago un intento (págs. 143-7), con las reflexiones desatadas por la mención de las distintas variantes y etimologías dadas para el nombre de la Condesa Trifaldi:

Ahora bien; aquellos comentaristas que en general siguen la norma de poner en relieve la intención satírica de Cervantes, señalarán que la variedad de nombres atribuidos al protagonista por Cervantes es simplemente una parodia de las tendencias pseudohistóricas de los autores de novelas de caballerías, quienes, con el fin de mostrar su puntualidad y exactitud como historiadores, pretenden haber utilizado diferentes fuentes. En el caso de los nombres de la mujer de Sancho, algunos comentaristas, como hemos visto, señalan que la polionomasia se debe a los hábitos onomásticos de la época; en la alteración del nombre de "Mambrino" ven generalmente una sátira contra la ignorancia de Sancho; en cuando al nombre de la Condesa Trifaldi, no he visto ninguna explicación (la edición de Rodríguez Marín señala las posibles fuentes "históricas" del vestido de tres colas o faltas). Mas es evidente que tiene que haber, tras todos estos casos, una pauta común de pensamiento, la cual explicará: 1) la importancia concedida al nombre o cambio de nombre; 2) el interés por la etimología de los nombres; 3) la polionomasia en sí.

Pues bien; sucede que estos tres aspectos los conoce bien el medievalista (menos, quizá, el estudioso de la literatura renacentista): en último término, derivan de estudios bíblicos y de la filología antigua. No hace falta sino recordar el comentario de San Jerónimo sobre la Epístola a los Hebreos o las Etimologías de San Isidoro y la manía etimologizadora de todos los grandes poetas medievales. Los nombres en la Biblia se tratan con toda seriedad: en el Antiguo Testamento, el nombre, o mejor, los nombres de Dios son importantísimos (Éxodo, VI, 2-3: "Yo soy Yahve, y me he mostrado a Abraham, a Isaac y a Jacob como El Schaddai; bajo el nombre de Yahve no fui conocido por ellos"; cf. ibid., III, 14); la variedad de los nomina sacra o nombres sagrados revelaba la variedad de aspectos bajo los que podía hacerse sentir el poder divino (cf. PMLA, LVI, 13 sig.). No decrece la importancia de los nombre con la divinidad del Nuevo Testamento (Cristo es llamado Emmanuel). Y en el Nuevo Testamento aparece una tendencia que ejercerá gran influjo en la caballería medieval: el cambio de nombre subsiguiente al bautismo será imitado en el cambio de nombre que sufre el caballero novel. En todos estos nombres o cambios de nombres sagrados (o sacramentales), la etimología desempeña un papel primordialísimo, por la razón de que el significado verdadero (originario) puede revelar verdades eternas latentes en las palabras; de hecho, era posible que para una misma palabra se propusieran varias etimologías, ya que Dios pudo haber depositado diferentes significados en un solo término: polionomasia y polietimología. Estas dos técnicas se aplican generalmente en mayor grado a los nombres propios que a los comunes, porque los primeros, siendo como son por naturaleza "intraducibles", participan más del aspecto misterioso del lenguaje humano: están menos motivados. En los nombres propios podía la mentalidad medieval ver reflejada mejor la multivalencia del mundo lleno de arcanos. Rasgo característico de la Edad Media era su admiración tanto por la correspondencia entre palabra y realidad como por el misterio que hace inestable aquella correspondencia.

No pretendo con todo esto negar que Cervantes siguió los moldes señalados por sus comentaristas; lo que quiero decir es que, al obrar así, seguía también ciertos moldes recibidos del Medievo (que, sin embargo, sometió a una nueva interpretación, la de su inteligencia crítica). Es posible, por ejemplo, en el caso del nombre de la Condesa "Trifaldi", ver superficialmente una imaginación medieval en obra; se da del nombre una interpretación (Trifaldi = Tres faldas) que, para nuestro moderno punto de vista lingüístico o histórico, es evidentemente falsa, pero que hubiera hecho las delicias de una mentalidad medieval, dispuesta siempre a aceptar cualquier interpretación que le ofreciera un esclarecimiento del misterio de las palabras. Las etimologías antiguas y medievales muy contadas veces son las que podría ofrecer un lingüista moderno, inclinado como está a respetar los procesos de formación corrientes en el lenguaje particular. La mira de aquellas etimologías era establecer una conexión entre una palabra dada y otras existentes ya, como un homenaje a Dios, cuya sabiduría pudo ordenar aquellas relaciones. Las conexiones etimológicas que ve el etimólogo medieval son relaciones directas establecidas entre palabras vagamente asociadas por su sonido homonímico, no las relaciones establecidas por la gramática histórica o las que se logran por la descomposición de una palabra en sus elementos morfológicos. En otros términos, se nos ofrecen ejemplares posibilidades ideales, no determinadas realidades históricas: así, San Isidoro relacionará sol y solus por la belleza ideológica de tal relación, no sol y helios (= sol), como hace la gramática comparada de hoy.

Pero si la ecuación Trifaldi = Tres faldas representa una etimología medieval, no tomó Cervantes muy en serio su propia explicación etimológica. Debió de estar perfectamente al corriente de la explicación históricamente verdadera, la que le movió a forjar la palabra. Trifaldi es evidentemente una forma regresiva de Trifaldín, nombre que, a su vez, es el burlesco Truffaldino italiano, "nombre de personaje ridículo y bajo de comedia" (Tomm.-Bellini). Es muy intencionada en nuestra historia la alusión a truffare, "engañar", en un episodio proyectado para engañar a Don Quijote y Sancho. Así, el nombre del escudero Trifaldín no es (históricamente) un diminutivo de Trifaldi, como pudiera parecer, sino que, por el contrario, preexistía en la mente de Cervantes al nombre de la dueña. La etimología de "tres faldas" es, históricamente hablando, enteramente descaminada. Tropezamos aquí con la misma vena paraetimológica en que Rabelais (parodiando graciosamente la costumbre medieval y dando ejemplo al mismo tiempo de la alegre libertad con que el escritor renacentista podía jugar con las palabras) explicaba el nombre Gargantúa por "que Grand tu as [sc. le gosier]", "¡qué tragaderas las tuyas!", y el nombre Beauce por "[je trouve] beau ce [pays]", yo encuentro bello este país". En nuestra historia, el juego paraetimológico con nombres sirve para subrayar la duplicidad de la evidencia externa: lo que para Don Quijote y Sancho son sucesos maravillosos, no son en realidad más que "burlas" en un mundo barroco de teatro y doblez.

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