jueves, 23 de junio de 2011

Piola

Estaba yo contemplando la campanilla cubierta de telarañas, pareciéndome que había transcurrido una eternidad  desde la última vez que un cliente la hiciera sonar, cuando de pronto un individuo de rostro desencajado irrumpió en la oficina. Tan abrupta fue su entrada que por poco la onda de choque me hace perder el delicado equilibrio con el que me columpiaba en la silla.

-Tengo una duda tremenda que no me deja dormir -exclamó sin más preámbulos-, y por eso vine aquí. Me han dicho que ustedes son piolas y que me podían apiolar. Al principio mis amigos me aconsejaron que me quedara piola, pero en vista de que la duda no ceja, pensé que sería piola venir a aclararla aquí. Confío en que sean ustedes profesionales de nivel, y no unos piolas.

-¿Así que su duda es con respecto a la palabra piola?- le espeté mientras me servía un vaso de Hesperidina.
-¿Cómo lo supo? -preguntó el sujeto, boquiabierto.
-Una corazonada. Usted se pregunta de dónde viene esa palabra, y por qué en la Argentina se la usa como usted lo ha hecho. No, no hay por qué avergonzarse: se sorprendería de la cantidad de gente que en cierto momento de su vida atraviesa crisis como la suya. Vuelva mañana a esta hora, y probablemente estaré en condiciones de librarlo de su obsesión.

El tipo se fue aliviado, pero a pesar de la respuesta optimista que le había dado, tenía yo mis reservas sobre las probabilidades de dar con el origen de la singular expresión. Piola tenía aspecto de lunfardo, o de algún habla de germanía más antigua, y las voces de germanía nacen a veces de caprichos imposibles de rastrear.
Por supuesto, existe un uso propio de piola como "cordel", palabra bien viva en el sur de la América Latina, sobre todo en su variante diminuta piolín. ¿Pero cómo se ha pasado del cordel a los diversos matices "astuto, desvergonzado, simpático, agradable, útil, tranquilo"? A primera vista (y a segunda también) no parece haber ninguna relación.

Al salir de la oficina en lugar de mi Buick encontré un caballo aparejado y una calle de tierra que se perdía en la pampa. Estoy ya acostumbrado a estas cosas, así que sin más ni más monté y rumbié para la casa de Corominas.

-Apéese nomás, aparcero -me saludó el acriollado catalán -¿Qué se le anda ofreciendo?
-Vengo rastreando el origen de piola, don Joan.
-Fíjese usté lo que son las cosas -me dijo-. Precisamente me estaba fijando en lo lindas que son sus espuelas chilenas de pihuelo largo.



-A la pieza en torno a la que giran las espuelas la han bautizado pihuelo porque las sujeta como la pihuela sujeta al halcón.
-¿La qué?
-Sé que la cetrería ya no está en tan en boga como en otras épocas, pero fíjese por ejemplo en este párrafo:

y, habiendo hecho esto, pornás tu halcón en parte escora donde no le den ocasión de debatirse ni a menearse mucho, y quítale la pihuela y caxcabel, y ponle en una tabla llana o almohada blanda.
Zúñiga y Sotomayor, Libro de cetrería de caza de azor, 1565
-Es decir, la correa con que se aseguran los pies de los azores y halcones, ¡ésa es la pihuela! En el castellano de Galicia, pihuela se transformó en piola, y se generalizó como cordel usado para maniatar y anudar.
De Galicia piola pasó al léxico marítimo, y aunque en la península ibérica quedó confinado a él, en Argentina, Chile, Perú y Ecuador bajó a tierra y se quedó para reemplazar a cordel.
-Muy interesante, pero eso no me aclara...
-Cállese que no terminé. Fíjese cómo por el origen de la palabra, siempre la piola está relacionada con atar y maniatar. Veamos algunos usos castizos de apiolar.


Para colgar las liebres y conejos, se les apiola, es decir, se les enlazan las patas de este modo: primero se desgarran los dos dedos laterales de una pata hasta la primera articulacion: luego en el dedo del medio se separa el tendon del hueso.
Tesoro del cazasor con escopeta y perro, o arte de buscar, perseguir y matar toda clase de caza menor, Madrid, 1865

-Ya el Fénix de los ingenios y Monstruo de la naturaleza, me refiero a Lope de Vega, había llamado la atención sobre el término:


Dice, pues, que llevando una liebre un rústico apiolada (así llama el castellano a aquella trabazón que hacen los pies asidos) después de muerta, le topó un caballero, que acaso por su gusto había salido al campo en un gentil caballo
Lope de Vega, Guzmán el bravo, 1623

-La misma palabra pihuela viene de *pea que dio también apea, palabra que el diccionario de la RAE define como
APEA: Soga de unos 80 cm de largo, con un palo en forma de muletilla a una punta y un ojal en la otra, que sirve para trabar o maniatar las caballerías
Toda la familia se remonta finalmente al latín pes-pedis, "pie". Y en el recado de su caballo tenemos varios descendientes: el pegual, el peal, y el susodicho pihuelo. El peal (pronunciado por los gauchos pial) es el lazo que se echa al caballo para derribarlo, como dice el Martín Fierro:
Todas las tierras son güenas:
vámosnós, amigo Cruz.
El que maneja las bolas,
el que sabe echar un pial,
o sentarse en un bagual
sin miedo de que lo baje,
entre los mesmos salvajes
no puede pasarlo mal.

Hernández, José, EL gaucho Martín Fierro, 1872
Me despedí del dotor Corominas sintiéndome más sabio en general pero casi igual de ignorante en cuanto al piola que a mí me interesaba. Sin embargo, había obtenido suficiente material para elaborar al menos una teoría, teniendo el cuenta el siguiente dato: el uso de piola que desvelaba a mi paciente es el que tiene en Argentina y Chile, y también son estos dos países los que comparten los términos mencionados del recado de los caballos.
Y en Chile, al parecer, "piola" significa casi exclusivamente "tranquilo, quieto", como en quedarse piola = "quedarse en el molde, no reaccionar". Hay por lo tanto razones para sospechar que ése es el sentido primario, y de él se pasó en el Río de la Plata a otros como "afable, simpático, astuto", y finalmente "desvergonzado".

-Muy bien, amigo -le dije al sujeto cuando, tan sin anunciarse como la primera vez, apareció al día siguiente en mi rancho-. Las cosas están ansí: tradicionalmente la piola se ha usado para sujetar animales, de manera que quedarse piola ha de venir de quedarse apiolado, es decir, contenerse, sujetar los impulsos que nos llevarían a reaccionar. Esa rara virtú del autodominio llevaría a nuevos usos de la expresión, unos positivos y otros negativos.
-Gracias -dijo aliviado-. Me ha liberado de esta incertidumbre que me maniataba. Mi vida se había vuelto un despiole.
-De nada. La próxima vez toque la campanilla.
-¡Me cansé de hacerlo!
Entonces alcé los ojos y descubrí la razón de este largo silencio hurgapalabras: la piola de la campanilla se había roto.





lunes, 20 de junio de 2011

Del "Omero romançado" de Juan de Mena

Juan de Mena (1411-1456) dedicó su versión de la Ilíada al rey de Castilla Juan II. En el Proemio enumera primero los dones que traen al monarca los pueblos de todo el mundo (leones, tigres, spyngos y elefantes, diamantes, rubíes "y otros diversos linajes de piedras", o týbar, "que es fino oro en polvo", y armiños y martas y demás pieles), y luego presenta su propia ofrenda:

Vengo yo, vuestro humil siervo natural, a vuestra clemençia benigna, no de Ethiopia con relumbrantes piedras; no de Syria con oro fulvo, ni de Africa con bestias monstruosas y fieras, mas de aquella vuestra cavallerosa Córdova. E como quier que de Córdova, no con aquellos dones nin semblantes de aquellos, que los mayores y antigos padres de aquella a los prínçipes gloriosos, vuestros anteçessores, y a los que agora son y aún después serán, bastaron ofreçer y presentar, como si dixésemos de Séneca, el moral, de Lucano, su sobrino, de Abenruyz, de Abiçena, e otros no pocos, los quales temor de causar fastidio más que mengua de multitud me devieda los sus nombres explicar. Ca estos, Rey muy magnífico, presentavan lo que suyo era, y de los sus ingenios emanava y naçía; bien como hazen los gusanos, que la seda que ofreçen a los que los crían, de las sus entrañas la sacan y atrahen. Pero yo a vuestra alteza sirvo agora por el contrallo, ca presento lo que mío no es, bien como las abejas roban la sustançia de las flores mellifluas de los huertos agenos y la trahen a cuestas y anteponen a la su maestra. Bien así yo, muy poderoso Rey, uso en aqueste don y presente, ca estas flores que a vuestra señoría aparejo presentar, del huerto del grand Omero, monarca de la universal poesía, son.

Y aquesta consideraçión antelevando, grand don es el que yo traigo, e aquesta consideraçión, si el mi furto y rapina no lo viçiare, y aun la osadía temeraria y atrevida, es a saber de traduzir e interpretar una tanto seráfica obra como la Ylyada de Omero, de griego sacada en latín y de latín en la vuestra materna y castellana lengua vulgarizar.

La cual obra apenas pudo toda la gramática y aun elocuenqia latina comprehender y en sí reçebir los eroicos cantares del vatiçinante poeta Omero; pues ¡quánto más fará el rudo y desierto romançe! E acaesçerá por esta causa a la omérica Yliada como a las dulçes y sabrosas frutas en la fin del verano, que a la primera agua se dañan y a la segunda se pierden. Así esta obra reçibirá dos agravios: el uno en la traduçión latina, e el más dañoso y mayor en la interpretaçión del romançe, que presumo y tiento de le dar.

Juan de Mena no traduce propiamente, sino que compendia en 36 capítulos breves el contenido del poema, "por no dañar ni ofender del todo su alta obra, trayéndogela en la umilde y baxa lengua del romançe"; y calcula que Homero escribió más acerca de las figuras del escudo de Aquiles que él en todo su resumen. En esto exagera: su versión tendrá unas 15.000 palabras, mientras que los 131 versos del pasaje homérico (XVIII:478-608) rondan las 1.000.

(Texto tomado de la edición realizada por T. González Rolán y Ma. F. del Barrio Vega, en Filología Románica 6 (1989) págs. 147-228.)

viernes, 27 de mayo de 2011

Dice Menéndez Pidal sobre Santa Teresa

La priora de un convento -escribe la Santa- debe "mirar en la manera del hablar que vaya con simplicidad y llaneza y relisión; que lleve más estilo de ermitaños gente retirada, que no ir tomando vocablos de novedades y melindres, creo los llaman, que se usan en el mundo...; préciense más de groseras que de curiosas en estos casos".

Groseras más que curiosas. Aquí tenemos igualmente la explicación de la prosodia popularizante que Santa Teresa adopta en sus autógrafos, desviándose de la grafía corriente en los libros por ella leídos: an por aún; anque, aunque; cuantimás, cuanto más; naide (Carlos V usa la variante culta nadi); ipróquita, proquesía, hipocresía; catredático; primitir, permitir; muestro, nuestro; traurdinario, extraordinario; pusilámine, pusilaminidad; carractollendas, carnestolendas, etc. Se suelen tomar estas formas, y yo mismo las he explicado así, como propias del habla hidalga de Ávila, en la que Teresa se crió; pero, aunque varias lo son, las más, demasiado bastas, pertenecen sin duda al habla rústica que la Santa adoptaba por preciarse de estilo grosero y ermitaño. Recordemos a este propósito la noble asceta granadina doña Catalina de Mendoza, hija del marqués de Mondéjar, que, ejercitada en toda clase de mortificaciones, hacía consistir una de éstas en ocultar su admirado talento escribiendo sus cartas según la redacción de una inculta sirvienta. Lo intencional que era en Santa Teresa el apartarse del lenguaje común escrito se evidencia en formas como ilesia y relisión, discrepantes de iglesia y religión, que ella leía cada día en sus libros y oía de continuo a clérigos y gentes devotas; en casos como éstos, el apartarse de las formas correctas le costaba sin duda más trabajo que el seguirlas; es un trabajo de mortificación ascética.

[...]

El lenguaje levantado o noble repugnó en todo tiempo el diminutivo. Lo desconceptuaba rigurosamente el gran preceptista, coetáneo de Santa Teresa, Fernando de Herrera, diciendo: "La lengua toscana está llena de deminutos con que se afemina y hace lasciva y pierde la gravedad, pero tiene con ellos regalo y dulzura y suavidad; la nuestra no los recibe sino con mucha dificultad y muy pocas veces." Pues toda esa dificultad encopetada la echa a un lado Santa Teresa, trayendo el diminutivo a los asuntos de mayor dignidad y empeño para deslizar en ellos una conmoción de ternura: "esta encarceladita desta pobre alma" (Vida, XV), "para que esta centellica de amor de Dios no se apague" (Vida, XV), o buscando alguno de los otros matices semánticos, sobre todo el de humilde poquedad y el despectivo, consideracioncillas (Vida, XV), "unas devocioncitas de lágrimas y otros sentimientos pequeños, que al primer airecito de persecución se pierden estas florecitas" (Vida, XXV).

Teresa sentía una propensión irreprimible hacia esta forma gramatical, sin que le arredrasen las dificultades morfológicas de las terminaciones menos habituadas a recibir el sufijo: agravuelos escribió una vez; mas luego que se vió obligada a copiar lo escrito juzgó demasiado insólito aquel caso y corrigió: "unas cositas que llaman agravios" sin poder prescindir del diminutivo (Camino de Perfección, LXIII). Y, sin embargo, el raro diminutivo de que se arrepintió estaba perfectamente formado. Si hoy quisiéramos sacar un diminutivo de agravio no lo hallaríamos aceptable; pero el instinto castellano viejo de Teresa lo halló. Estos sustantivos acabados en dos vocales tomaban el sufijo -uelo (latín, -olus) desde los mismos orígenes del idioma, como lo muestran abuela, del latín avia; plazuela, del latín platea, plaza, o los viejos nombres de lugar: iglesuela diminutivo de iglesia; Barruelo, de barrio. Tan ingénita y profundamente poseía Santa Teresa la morfología patrimonial del idioma. Claro es que también, según esta morfología primitiva, el diptongo acentuado de los nombres desaparece al quedar inacentuado por adición del sufijo diminutivo: estropecillos es el diminutivo teresiano de estropiezo o tropiezo, forma pura como fontecica, de fuente, que siempre es la empleada con las demás de igual tipo.

Sin el hábil uso de los diminutivos no lograría el lenguaje de Santa Teresa muy matizadas delicadezas; nos retendría en un dejo de insatisfacción, como el que experimentamos al eliminar el sufijo en aquella frase suya: "queda el alma con un degustillo, como quien va a saltar y le asen por detrás". Sobre el idioma literario, que Herrera reglamenteba sólo para la solemnidad, esparce Santa Teresa una sutil gracia, dignificando la proscrita forma de gran expresividad.

Extractos de R. Menéndez Pidal, "El estilo de Santa Teresa", en La lengua de Cristóbal Colón (Espasa Calpe, Austral 1942) págs. 123-4 y 126-7.

Sobre los diminutivos de la segunda cita, véase F. González Ollé, "Formación superlativa y diminutiva de los nombres terminados en /ia/, /io/, /ie/ y fonología generativa de sus derivados mediante sufijos que comienzan por /i/", en Estudios ofrecidos a Emilio Alarcos Llorach. III, Oviedo 1978.